El último y más difícil trabajo de Heracles fue el de traer del Tártaro al can Cerbero. Fue guiado por Atenea y por Hermes, pues cada vez que se sentía agotado por sus trabajos y en su desesperación llamaba a Zeus y Atenea bajaba corriendo a consolarle. Aterrado por su aspecto ceñudo, Caronte lo transportó a la otra orilla del Éstige sin poner reparos. Tras una serie de vicisitudes, Heracles pidió el perro de Cerbero, Hades, le respondió que sería suyo si no utilizaba ni su maza ni sus flechas. Heracles lo halló encadenado a las puertas de Aqueronte; lo agarró firmemente por el cuello, del que salían tres cabezas, cada una de las cuales llevaba una melena de serpientes. La cola cubierta de púas se levantó de inmediato para herirle, pero Heracles, protegido por su piel de león, siguió apretándole el cuello hasta que Cerbero no pudo respirar y se rindió.
Con la ayuda de Atenea, Heracles volvió a cruzar el río Éstige sin peligro, y luego, arrastrando a ratos y otras veces cargando con él, lo subió por el desfiladero situado cerca de Trecén, por el que Dionisio había conducido a su madre Sémele. Cuando llegó con él a Micenas, Euristeo, que estaba ofreciendo un sacrificio, le entregó una porción de esclavo, reservando los mejores trozos para sus propios parientes; y Heracles demostró su lógico resentimiento dando muerte a los hijos de Euristeo: Perimedes, Euribio y Erípilo.
[Robert Graves, Los mitos griegos, págs. 201-203].
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