Pintura, música y poesía se funden en el Friso de Beethoven, obra primordial de Gustav Klimt y del Art Nouveau. Fue creado para la XIV Exposición de la Secession vienesa de 1902, organizada en torno a la estatua de Beethoven esculpida por Max Klinger (primera imágen). La muestra se concibió como "un lugar sagrado, una especie de templo para un hombre convertido en un dios", en palabras del crítico Ludwig Hevesi. Se inauguró con una interpretación de la Novena Sinfonía realizada por Gustav Mahler, con un pequeño grupo de instrumentalistas de viento.
Klimt pintó el Friso, levantando polémica, llegando a ser acusado de pintar sólo "alucinaciones y obsesiones", caricaturas impúdicas de la naturaleza humana.
La parte final del Friso representa la felicidad alcanzada (segunda imágen), un perfecto paralelo pictórico al Himno de la Alegría de Schiller, a la que puso música Beethoven en el final de la Novena Sinfonía. El catálogo dicta directamente a dos versos del himno: "Alegría, maravillosa centella divina", y "Este beso, al mundo entero", subrayando que "las artes nos llevan al reino de lo ideal, el único donde podemos encontrar pura alegría, pura felicidad, puro amor". El abrazo final es protegido por una gran campana que acoje en su interior una representación simbólica del Edén. También actua Klimt en paralelo a la lectura de la sinfonía ideada por Wagner, que interpreta en clave divina los versos de Schiller, afirmando: "en esta unión con el Amor humano universal, consagrado por Dios, se nos concede gozar la más pura de las alegrías".
La hostilidad de los poderes enemigos o las Fuerzas hostiles (tercera imágen), aquí son las mujeres las protagonistas, despojándolas el pintor de la connotación maligna y amenazadora: son pues vestales y no brujas las figuras rigurosamente estilizadas.
Recordamos las palabras de Platón: "La música es, pues, la ciencia del amor en lo relativo al ritmo y a la armonía (...) el amor es poderoso y hasta que su poder es universal, pero es cuando se aplica al bien y está reglado por la justicia y la templanza, tanto según nuestra manera de ser como de la de los dioses, y entonces se manifiesta en todo su poderío y nos procura una felicidad perfecta haciéndonos vivir en paz los unos con los otros y conciliándonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza está muy por encima de la nuestra". El Banquete o Del Amor, Madrid, Espasa-Calpe, 34 ed., 1996, págs. 238-239.
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