martes, 26 de enero de 2010

Traducciones de Homero.

Para George Steiner la cultura clásica se define por esa familiaridad con lo tradicional, lo popular y lo contemporáneo, y el discurso se elabora en el interior del conjunto trascendente que es la lengua común, es decir, familiaridad con el lenguaje, y por la convicción de que las palabras y la gramática disponibles harán el trabajo a condición de que se las use con suficiente flexibilidad y con la requerida delicadeza. No hay nada en el Edén o, aún en él mismo, que Adán no pueda nombrar. La armonía entre poesía y lengua común se remonta por lo menos a las fórmulas homéricas. Para Steiner la mala traducción es aquella que no hace justicia a su texto fuente, por muy diversos motivos. La ignorancia, la precipitación o las limitaciones personales hacen que el mal traductor interprete erróneamente el original. Carece de el dominio de su propia lengua, requisito indispensable para lograr una representación apropiada. Es decir, el traductor ha captado o asimilado menos de lo que el texto contenía. Traduce reduciéndolo, disminuyéndolo. O bien sólo ha sabido reflejar o expresar uno de los diversos aspectos del original, y así fragmenta y adultera la congruencia interna, según le dicta su propia miopía. En otras ocasiones traiciona el texto fuente en algo más grande de lo que en realidad es. Pero el desequilibrio más común es el de reducción, disminución. La versión de George Chapman (1611) de La Ilíada, tiene ciertos momentos de esplendor, es convincente en muchas de las escenas, pero su traducción al inglés es a todas luces, desigual y rebuscado. La de Thomas Hobbes (1676) es la disertación de un viejo amargado, lo que le fascina es la serenidad inalterable con la que el griego clásico encara el conflicto humano. Sólo Homero ha llegado a dar cuerpo al ideal de justicia e imparcialidad que debería regir a la poesía heroica. La que elaboró Alexander Pope (1720) no deja nada al azar, hace una mezcla de Virgilio y Milton, mientras su clasicismo orgánico da fuerza a su lectura, aunque también es el origen de su pomposidad ornamental. William Cowper consagra su genio a esta obra (1791), y le sale un Homero del todo miltoniano, y así lo reconoce en el prefacio a la obra. Richmond Lattimore (1951) da lugar a elogios y críticas, ejerciendo influencia tanto en escuelas como en el gran público. El proyecto de una lengua sin edad se ha convertido en el de una intemporalidad localista. Y eso es, precisamente, lo que Homero no es de ninguna manera. El año 1990 Christopher Logue, Robert Flagles, Allen Mandelbaum, Derk Walcott, pero para Steiner ninguna de las más de 200 traducciones hace honor al original, aunque la de Pope más se acerca al original, pero su visión deslumbra a través del tiempo, y vuelve visibles las cosas bañándolas de su propia luz, y no las avasalla proyectando la nuestra.
[George Steiner, Después de Babel, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, 2ª ed., págs. 188 y 403-408].

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