sábado, 9 de marzo de 2013

WILLIAM BLAKE Y ULISES



Con un cubo de agua de la fuente de la vida en las manos, el alma se eleva a la gruta vegetal del cuerpo, gruta que las mujeres tejen en los "telares uterinos de la generación".
La figura con túnica roja a la izquierda es posiblemente Ulises, "símbolo del hombre como viajero por el mar tenebroso y tempestuoso de la generación". 
W. Blake, The Arlington Court Picture, 1821.

La caída del hombre para Virgilio



"De nuevo estaba abandonado, abandonado a un mundo abandonado de nuevo; oh, ninguna mano le sostenía ya, nada había allí que le protegiera y alzara; había sido dejado caer, y quebrantado sobre el antepecho de la ventana, clavado inerte a la ardiente y polvorienta inercia de los ladrillos, sintiendo agudamente bajo las uñas de los dedos, polvorienta, esta recalentada arcilla primigenia, clavado lo terreno primigenio petrificado, oía el silencioso reír en el silencio nocturno de caliente piedra y rígidas figuras, oía en ello el silencio del perjurio cometido, el empedernido silencio de la conciencia de la culpa sin expresión, ni conocimiento, ni recuerdo, el silencio de la pre-creación y de su muerte cruelmente creciente, ante cuya incondicionalidad no hay nuevo nacimiento ni renovación de la creación del mundo, porque la muerte que impone no conoce ninguna suerte de divinidad; oh, ninguna otra criatura es tan absolutamente y tan no-divinamente mortal, como lo es el hombre, pues ninguna otra puede volverse tan perjura como el hombre y cuanto más depravado se hace, tanto más mortal se torna; pero el más perjuro y mortal es aquel cuyo pie ha perdido el hábito de la tierra y ya sólo toca el empedrado, el hombre que ya ni labra el campo ni lo siembra, para quien ya nada se cumple según el círculo de los astros, para quien la selva ya no canta ni los verdes campos; verdaderamente nadie ni nada es tan mortal como la plebe de la gran ciudad, que se afana, se arrastra y hormiguea a través de las calles, y de tanto culebrear ha olvidado cómo se anda, ya sin el apoyo de ninguna ley y sin llevarla en sí, rebaño de nuevo disperso, perdida su sabiduría de un tiempo, rebelde al conocimiento, bestial, casi infrabestialmente entregado a cualquier acaso y finalmente a la extinción del acaso sin recuerdo, sin esperanza, sin inmortalidad; así estaba resuelto también para él, junto con el disperso rebaño de la plebe, a la que pertenecía como una de sus astillas, así le había sido impuesto, inevitablemente, con la con la necesidad del destino. Había dejado tras sí las regiones del espanto, pero sólo para ver con horror cómo había caído él mismo en la plebeyez, superficie desplomada sin acceso a ninguna profundidad.... (...) Las puertas plutónicas están siempre abiertas, inevitablemente es la caída de la que no hay retorno, y en la embriaguez de la caída el hombre piensa que se trata de una caída hacia arriba, lo piensa hasta que allí donde la eternidad de los celestes acontecimientos se revela de repente como simultaneidad y como una coincidencia en el ámbito terreno, hasta que en ese límite de las edades encuentra al dios desmitologizado, alcanzado y aventajado por él, que envuelto entre la risa de los Eones cae igualmente, ambos arrojados al mismo desengaño y al mismo abandono de sí, abandonados a un horror que, cierto, aún ríe en pertinaz y rebelde vergüenza, pero presiente ya al mismo tiempo un horror futuro aún más horrendo, y quiere alejarlo riendo".

[Herman Broch, La muerte de Virgilio, Madrid, Alianza Editorial, 2ª ed., 2007, págs. 167-168].