jueves, 30 de diciembre de 2010

Menéndez Pelayo y Homero


Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) fue un enamorado de Grecia y de todo lo relacionado con Troya, así  que afirma que la magia, tanto en Grecia como en Roma fue de dos tipos, la oficial, pública y asociada al culto; y otra popular, heterodoxa y hasta penada por las leyes. Expresión importante de la primera, y centro de la vida política para los helenos fueron los oráculos, cuya historia ha tenido poca o ninguna importancia para las supersticiones cristianas, y menos los de la Península Ibérica. El arte augural, dominó en tiempos anteriores a la influencia política de los oráculos, y afirma:
"Recordemos en la Ilíada aquel adivino Calcas, que revela las causas de la peste enviada por Febo a los Aqueos: Calcas, el que en Aulide había anunciado la voluntad de los dioses respecto al sacrificio de Ifigenia. La observación de los sueños aparece en el libro II del mismo poema, si el trozo no es uno de los intercalados. Y ya en tiempo del Padre Homero debía de reinar el escepticismo en cuanto a las adivinaciones, conforme lo indica aquella sublime respuesta de Héctor: El mejor agüero es pelear por su tierra. Pero la ley del fatum es para los héroes homéricos inflexible: en el libro XIX, Xanto, uno de los divinos caballos de Aquiles, habla inspirado por Juno, y predice al hijo de Peleo su temprana y próxima muerte. Entonces Aquiles, el de los pies ligeros, replicó a Xanto: ¿Por qué me vaticinas la muerte? Nada te importa: bien sé que es hado mío perecer lejos de mi dulce padre y de mi madre; pero no cesaré hasta que los Troyanos se hayan saciado de pelea.
En la Odisea, poema de tiempo y civilización muy distintos, las artes divinatorias y mágicas son más respetadas. Telémaco ve en el libro II dos águilas enviadas por Zeus, y toma de su vuelo auspicios favorables. El tipo de la farmaceutria, de la hechicera, no conocido por el autor de la Ilíada, es en la Odisea Circe, cuya vara mágica tiene el poder transmutorio, y convierte en puercos a los compañeros de Ulises, atraídos por su canto, Carminibus Circe socios mutavit Ulyssi, y por el dulce sabor del vino Prammio y de los manjares amasados con queso, harina y miel; pero no al mañoso itacense, que resistió los hechozos de la hierba moly que le había dado Mercurio. Circe es una encantadora, risueña y apacible, como la fantasía de los griegos podían imaginarla; no una bruja hórrida y repugnante, como las de Macbeth. Ulises parece un bárbaro cuando acomete, espada en mano, a aquella diosa euplócama, que acaba por enamorarse perdidamente de él y regalarle en su maravilloso palacio. Todo es de suave color en la Odisea, menos la necromancia o evocación de los muertos en el canto XI, que tiene el carácter de una verdadera goetia. Ulises va a tierra de los Cimmerios, abre un hoyo, le llena con la sangre de las víctimas, hace tres libaciones, y empiezan a acudir las almas de Erebo, sedientas de aquella negra sangre. Ulises les prohibe acercarse hasta que se levanta la sombra del ciego Tiresias, adivino tebano, que le predice su vuelta a Itaca y otros sucesos. En el libro XX, los amantes de Penélope son aterrados por un funesto agüero, y Teoclimeno les anuncia la muerte".
[Véase, Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Edición Nacional de las Obras Completas de Marcelino Menéndez y Pelayo, Vol. 35, Madrid, CSIC, 1948, págs. 382-384].

martes, 28 de diciembre de 2010

El retorno de Ulises de Dionisio Ridruejo.


Para Dionisio Ridruejo (1912-1975), El retorno de Ulises (¿1944?) sería el mejor de sus dramas. Aborda inteligentemente con una serie de claves intelectuales cosechadas dentro de los mitos clásicos griegos, el paralelismo entre la prolongada ausencia del Fundador de la Falange y el personaje de Ulises, realizando un parangón con la figura del héroe homérico. En la obra vemos a una sacrificada y entregada Penélope que guarda la ausencia del esposo durante veinte años, sin someterse a las presiones y requerimientos de los pretendientes, el pueblo y su propio hijo. Aparece tejiendo un gran tapiz con el retrato del ausente de enormes proporciones, Ulises (José Antonio) en actitud guerrera tensando el arco. En el drama Penélope representa la falange de la revolución pendiente, y se refiere al ausente diciendo: "Todos habláis de su gloria. Yo la vivo y siento bullir dentro de mí como una criatura luminosa que quiere ser parida y que estoy pariendo desde hace cinco años, noche a noche en este tapiz".
[Véase Gonzalo Torrente Ballester,  El retorno de Ulises, Teatro 2, Barcelona, Destino, 1982, págs. 152 y ss].