viernes, 30 de abril de 2010

Proust y Homero


"Cuando se es niño, no sólo se quiere a un amigo, se le admira. Se le cree capaz, con exclusión de todos los demás, de toda inteligencia y de todo poder. Así Juan con su libro. Lo que le encantaba en su lectura era la posibilidad permanente de las frases más bellas que a un hombre le sea dado escuchar, pensaba. Acaso hoy esas mismas frases sonarían muy pobremente a sus oídos. Sin embargo, no era posible que ciertas frases como resulta de, ciertas maneras de decir arcaicas, como el buen Homero, el empleo de ciertas palabras raras, como adonizado, olímpicamente, ciertas frases a su vez retumbantes y con muchas imágenes, no le causaran una especie de ebriedad, que no las releyera con exaltación y con lágrimas en los ojos, que al comenzar una frase del mismo estilo, otra vez como dice Homero, no sintiera que una angustia, esperando la frase divina que iba a venir, como corre el niño al encuentro de la ola, sin que esas frases correspondan a alguna sensación de belleza real en el corazón del hombre, en el corazón de los adolescentes si queréis, pero de unos adolescentes que entonces están más cerca de Gautier que nosotros y que perciben mejor que nosotros una belleza que nosotros ya no sabemos ver. Y cada vez que, fuera de la trama del relato, surgía una de esas reflexiones, de esas frases que no tenían relación con la contingencia del relato, su entusiasmo era mayor. Pues un escritor al que adoramos llega a ser para nosotros como una especie de oráculo al que quisiéramos consultar sobre todo, y cada vez que toma la palabra para dar así un consejo, expresar una idea general, hablar de ese Homero, de esos dioses que nosotros conocemos, quedamos arrobados, escuchamos con la boca abierta la máxima que se sirve dejar caer, desolados de que no sea más larga".
[Marcel Proust, Jean Santeuil, Madrid, Alianza Editorial, 1971, 2 Vols. Vol. I, págs. 157-158].