viernes, 29 de enero de 2010

HOMERO

En el núcleo de los poemas homéricos se encuentra el recuerdo de uno de los mayores desastres de que pueda dar cuenta el hombre: la destrucción de una ciudad. Cuando una ciudad es destruida, el hombre se siente obligado a vagar por la tierra o a morar por las estepas, y regresa parcialmente a la condición de las bestias. Este es el hecho central de la Ilíada, que representa no sólo un episodio único, sino un conjunto de desastres. La obra de Homero es arte de unidad intrincada y deslumbradora. Su diseño es hermético y deliberado, y el poema como un todo forma una gran estructura concéntrica. Es el primer y mayor poeta de la literatura occidental por el simple hecho de comprender los infinitos recursos de la palabra escrita. Por encima de cualquier cosa, la Ilíada y la Odisea afirma que la vida de los hombres será reducida a polvo a menos que obtengan la inmortalidad mediante el canto del poeta.
Para George Steiner la Ilíada manifiesta una estructura específica de la condición humana. En ninguna otra obra de la literatura mundial, con la posible excepción de Guerra y paz, encontramos una imagen semejante del hombre. El poeta de la Ilíada contempla la vida con los ojos en blanco e incapaces de respuesta que nos observan desde las hendiduras de los almetes en los tempranos vasos griegos. Su visión es aterradora por su sobriedad, fría como el sol de invierno:
"Por tanto, amigo, muere tú también. ¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y el hado cruel. Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco.
Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del teucro, que, soltando la lanza, se sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada e hirió a Licaón en la clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano dio de ojos en el suelo y su sangre fluyó y mojó la tierra".
La verdad vital de la Ilíada, pese a su brusquedad o su ironía, prevalece sobre las oportunidades del sentimiento. La energía pura del ser invade la Ilíada como las olas del vinoso mar y Homero se refocila de ello. Homero sabe y proclama que en el hombre hay algo que ama la guerra, que teme menos los horrores del combate que el aburrimiento. La guerra y la mortandad hacen estragos, pero el núcleo queda en lugar elevado. Este núcleo es la afirmación de que los actos del cuerpo y el espíritu heroico son en sí mismos objetos de la belleza, que la fama es más fuerte que los temores de la muerte, y que ninguna catástrofe, ni siquiera la caída de Troya, es definitiva. Pues más allá de las torres carbonizadas y el caos desnudo de la batalla se mece el apacible mar.
[George Steiner, Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 2006, 2ª ed., págs. 197-214; Homero, Ilíada, Madrid, Gredos, 2006, págs. 419-420].

miércoles, 27 de enero de 2010

ALEJANDRO MAGNO

Cuenta Indro Montanelli que Filipo, padre de Alejandro, le había querido de pequeño con un amor en el que había también mucho de orgullo, le había dado los tres mejores maestros de la época: el príncipe moloso Leónidas para los músculos, Lisímaco para la literatura y Aristóteles para la filosofía. El alumno no les decepcionó. Era bellísimo, atlético, lleno de entusiasmo y de candor. Aprendió de memoria la Ilíada, de la cuál llevose desde entonces siempre consigo un ejemplar como libro de cabecera, y eligió como héroe preferido a Aquiles, de quién decíase que Olimpia descendía. A Aristóteles le escribía: "Mi sueño, más que acrecentar mi poderío, es de perfeccionar mi cultura". Pero también a Leónidas el estoico le daba muchas satisfacciones con su maestría de jinete, de esgrimista y de cazador. Le invitaron a correr en las Olimpiadas. Respodió orgullosamente: "Lo haría si los demás concursantes fuesen reyes". Más cuando supo que ninguno lograba domar el caballo Bucéfalo, acudió, montó en su grupa y no se dejó desarzonar. "¡Hijo mío -gritó Filipo, extasiado-, Macedoonia es demasiado pequeña para ti! Otra vez, habiendo encontrado un león, le afrontó armado de un solo puñal en un duelo "de cuyo éxito -refirió un testigo- parecía depender la decisión de quién entre los dos había de ser el rey". De dónde sacase aquella energía no se sabe, pues era sobrio y abstemio y solía decir que una buena caminata le daba buen apetito para el desayuno, y un desayuno ligero buen apetito para la comida. Por esto, dice Plutarco, tenía el aliento y la piel tan fragantes.
[Indro Montanelli, Historia de los Griegos, Barcelona, Plaza & Janés, 1963, págs. 310-311].

martes, 26 de enero de 2010

Traducciones de Homero.

Para George Steiner la cultura clásica se define por esa familiaridad con lo tradicional, lo popular y lo contemporáneo, y el discurso se elabora en el interior del conjunto trascendente que es la lengua común, es decir, familiaridad con el lenguaje, y por la convicción de que las palabras y la gramática disponibles harán el trabajo a condición de que se las use con suficiente flexibilidad y con la requerida delicadeza. No hay nada en el Edén o, aún en él mismo, que Adán no pueda nombrar. La armonía entre poesía y lengua común se remonta por lo menos a las fórmulas homéricas. Para Steiner la mala traducción es aquella que no hace justicia a su texto fuente, por muy diversos motivos. La ignorancia, la precipitación o las limitaciones personales hacen que el mal traductor interprete erróneamente el original. Carece de el dominio de su propia lengua, requisito indispensable para lograr una representación apropiada. Es decir, el traductor ha captado o asimilado menos de lo que el texto contenía. Traduce reduciéndolo, disminuyéndolo. O bien sólo ha sabido reflejar o expresar uno de los diversos aspectos del original, y así fragmenta y adultera la congruencia interna, según le dicta su propia miopía. En otras ocasiones traiciona el texto fuente en algo más grande de lo que en realidad es. Pero el desequilibrio más común es el de reducción, disminución. La versión de George Chapman (1611) de La Ilíada, tiene ciertos momentos de esplendor, es convincente en muchas de las escenas, pero su traducción al inglés es a todas luces, desigual y rebuscado. La de Thomas Hobbes (1676) es la disertación de un viejo amargado, lo que le fascina es la serenidad inalterable con la que el griego clásico encara el conflicto humano. Sólo Homero ha llegado a dar cuerpo al ideal de justicia e imparcialidad que debería regir a la poesía heroica. La que elaboró Alexander Pope (1720) no deja nada al azar, hace una mezcla de Virgilio y Milton, mientras su clasicismo orgánico da fuerza a su lectura, aunque también es el origen de su pomposidad ornamental. William Cowper consagra su genio a esta obra (1791), y le sale un Homero del todo miltoniano, y así lo reconoce en el prefacio a la obra. Richmond Lattimore (1951) da lugar a elogios y críticas, ejerciendo influencia tanto en escuelas como en el gran público. El proyecto de una lengua sin edad se ha convertido en el de una intemporalidad localista. Y eso es, precisamente, lo que Homero no es de ninguna manera. El año 1990 Christopher Logue, Robert Flagles, Allen Mandelbaum, Derk Walcott, pero para Steiner ninguna de las más de 200 traducciones hace honor al original, aunque la de Pope más se acerca al original, pero su visión deslumbra a través del tiempo, y vuelve visibles las cosas bañándolas de su propia luz, y no las avasalla proyectando la nuestra.
[George Steiner, Después de Babel, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, 2ª ed., págs. 188 y 403-408].