miércoles, 23 de septiembre de 2009

El naufragio perfecto de Grecia...

E. M. Cioran tiene duras palabras sobre la democracia y sus líderes en Historia y Utopía, y lo equipara al fracaso perfecto de Grecia, que para él parece que se esmeró en hacer de él un modelo para descorazonar a la posteridad. Libro duro, de una dureza que destila impotencia y desconfianza en el ser humano al mismo tiempo que comprensión a todo lo inhumano que hay en él, en un continuo juego de reflejos que nos mantienen de pie un día más, pero cuya catástrofe es su destino. Dice Cioran:
"A partir del siglo III antes de Cristo -dilapidada su sustancia, tambaleantes sus ídolos, dividida su vida política entre el partido macedonio y el partido romano-, para resolver sus crisis y poner remedio a la maldición de sus libertades, Grecia tuvo que recurrir a la dominación extranjera, aceptar durante más de quinientos años el yugo de Roma, viéndose empujada a ello por el mismo grado de refinamiento y de gangrena a que había llegado. Reducido el politeísmo a un montón de fábulas, había perdido su genio religioso y, con él, su genio político, dos realidades indisolublemente ligadas: poner en tela de juicio a los dioses es poner en tela de juicio a la ciudad que presiden. Grecia no pudo sobrevivir a sus dioses, como tampoco pudo roma sobrevivir a los suyos. Para comprobar que con su instinto religioso perdió su instinto político, bastará con mirar sus reacciones durante las guerras civiles: siempre del lado equivocado, (...) Las naciones cansadas de sus dioses, o de las que los dioses están hartos, mientras mejor legisladas estén, más riesgos corren de sucumbir. El ciudadano se pule a expensas de las instituciones; si deja de creer en ellas, no puede ya defenderlas".
[E. M. Cioran, Historia y Utopía, Barcelona, Tusquets Editores, 1988, págs. 81-82].

domingo, 20 de septiembre de 2009

Erotismo en Blasco Ibáñez.

Uno de los textos eróticos que más me gustan de Vicente Blasco Ibáñez (1869-1928), se encuentra en La Horda (1905), novela madrileña del estilo de la trilogía de Pio Baroja, La lucha por la vida (La Busca, La Mala Hierba y Aurora Roja), de la que hablaré en otro momento. Es una novela revolucionaria, en el sentido de otro modo de evolución, y aviso a las clases poderosas, cuya síntesis la encontramos al final de la misma, toma de atención a todos los que no veían al movimiento obrero como uno de los precursores del cambio social: "Alguna vez la horda dejaría de permanecer inmóvil. Los que entraban en Madrid al amanecer, se presentarían a mediodía. Ya no aceptarían los despojos; pedirían su parte: no tenderían la mano; exigirían con altivez"; pero vayamos al texto que nos gusta, descrito dentro de la capilla de un cementerio, pero nada anticlerical por la belleza del mismo:
“La luz de la vidriera envolvía a Feli. Era una faja de colores palpitantes, que abarcaba a la joven de pies a cabeza, haciendo temblar todo su cuerpo, como si estuviese formado con las tintas del iris.

-¡Qué bonita!- exclamó Maltrana con arrobamiento. -¡Si pudieras verte!... Tienes la falda verde y el pecho azul. Tu boca es de color naranja; una mejilla es violeta, y la otra ámbar. Parece que tengas claveles en la frente.

Feli permanecía inmóvil, sonriendo con femenil complacencia, gozosa de que su novio la viera tan bella. Sentía la caricia del rayo mágico del sol; entornaba los ojos, cegada por la ola de colores que palpitaba en sus ropas y en su carne. El halago de la coquetería disipaba su miedo al cementerio con esa facilidad que tienen las mujeres para el olvido cuando se sienten acariciadas en su vanidad.

Algo más que el contacto ardoroso de la luz sintió de pronto Feli. Su novio la estrujaba otra vez, pero con mayores arrebatos, sin que ella intentase resistir.

-Deja que bese ese amarillo de oro... Ahora, el morado; ahora, el azul... el rosa de tu frente... el heliotropo de tus labios... las violetas de tus ojos.

Caía los besos sobre ella como una lluvia sonora, con chasquidos de pasión, que agrandaba el eco del cementerio.

Feli envolvíase entre sus brazos, intentando en vano librarse de ellos. Al moverse, los colores cambiaban de sitio, pasando de una parte a otra de su cuerpo adorable. Todos los resplandores de la luz desfilaban por su boca. Maltrana no perdonó uno; quiso saborearlos todos, en medio de aquella gloria de colores que envolvía su amoroso grupo.

Feliciana cerraba los ojos, estremecida por el chaparrón de besos, vibrando su virgen sensibilidad con el apretón de los masculinos brazos, sintiéndose próxima a caer al suelo, como si las piernas temblorosas no pudiesen sostenerla, murmurando entre suspiros dulces:

-Basta... déjame... Que me matas; que grito... Asesino.

Por fin, pudo desasirse, y arreglándose el mantón, atusándose el pelo alborotado por los viriles apretones, fijó sus ojos en el novio, con una mirada, en la que había reproche y agradecimiento.”

[Vicente Blasco Ibáñez, La Horda, Valencia, F. Sempere y Compañía Editores, 1905, págs. 382 y 173-174].